Seguía sola, en el mismo lugar. Nada había cambiado desde
entonces; en cambio, ella sí lo había hecho. Su forma de pensar, de actuar,
todo en ella era distinto. Estaba viviendo una nueva etapa porque, al fin y al
cabo, todo se divide en etapas. Experimentaba nuevas emociones y caminaba sin
saber muy bien a dónde llegaría. Aunque eso no le preocupaba lo más mínimo.
Ella nunca estuvo hecha para vivir respetando unas normas, unos horarios.
Ignoraba la palabra rutina. Y era exactamente eso lo que la hacía tan especial.
No se iba a dormir pensando en qué haría al día siguiente, ni se despertaba
recordando el día anterior. No veía más allá del presente y por eso no tenía
expectativas ni decepciones. Le era indiferente lo que pensara la gente y no se
avergonzaba de lo que era ni de lo que hacía. Lo cierto es que no necesitaba a
nadie para ser alguien porque destacaba con su sola presencia. Se conformaba
con aquello que le parecía esencial para ser feliz. Adoraba la única compañía
del mar y el sonido repetitivo de las olas golpeando las rocas, arrasando con
todo a su paso. Admiraba los aspectos más sencillos de la vida y se alegraba de
formar parte de todo aquello, de ese ciclo sin fin.
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